octubre 22, 2020

Nadie te creería

 

Nadie te creería es un libro de Luis María Pescetti (1958): escritor, actor y músico santafecino; ha publicado más de veinte libros y tiene tres discos grabados, la mayoría destinado a la infancia. Cuentos, poesía, novelas, microrrelatos, humor, ironía y mucho juego con las palabras van a encontrar en toda su obra.

 

De Nadie te creería les ofrezco tres cuentos:

Incógnitas

        ¿Quieren que les cuente una historia? ¿Prefieren una que conocen o una que elija yo? ¿Saben la de esa familia que era muy pobre y vivía en el campo? ¿Creen que el padre iba a quedarse toda la vida esperando a ver si la situación mejoraba? ¿Por qué no iba a acordarse de que su infancia también había sido pobre, igual que la de su padre y su abuela? ¿Ustedes se quedarían esperando? ¿Alguien lo haría? ¿Cuánto lo habrá pensado? ¿Acaso no se llenó de miedo cuando le propuso a su familia pasar como ilegales a Estados Unidos? ¿Hubieran dejado su terruño si hubieran tenido otra opción? ¿Se imaginan qué habrían sentido al llegar a la última ciudad de frontera, siendo que jamás había pisado una ciudad? ¿Creen que el hombre no quiso regresar al sentirse tan perdido? ¿Y quién iba a ser sino su mujer quien lo alentó a continuar? ¿Saben cuánto demoraron en resolver cómo cruzar la frontera? ¿Ustedes conocen a alguno que le haya ido bien la primera vez? ¿Y los que lo intentaron dos o cuatro veces y siempre regresaron? ¿Y aquéllos de quienes nunca más se supo? ¿Se imaginan el miedo cuando les propusieron cruzar ese río de noche? ¿Hubieron podido hacerlo, si no sabían nadar, y sin ayuda? ¿Alguien estuvo, alguna vez, en medio de la noche más cerrada? ¿Por qué no se echaron atrás en ese momento, si le tenían tanto miento al agua? ¿Cómo lograron llegar a la otra orilla? ¿Cómo hicieron para conseguir trabajo y escribirles a sus parientes avisándoles que estaban vivos? ¿Se imaginan la alegría de su familia de recibir esa carta? ¿Ustedes creen que extrañaban, que pensaron en volver? ¿Qué habrían sentido cuando vieron que sus hijos hablaban mejor en inglés que en español? ¿Y la primera vez que regresaron a su pueblo de visita? ¿Qué hubiera sido mejor?

 

Sensible pérdid

        Ls cutro vocles quí presentes hemos convocado est reunión de prens pr confirmrles un notici que er un rumor público y nos tiene sumids en el ms hondo pesr. Me refiero l sensible pérdid de nuestro querd compñer, letr presursor de todos los diccionarios: l primer de ls vocles. El dolor y l confusión de este momento no nos permiten ser ms extenss ni brindr ms detalles. Pero,  sí mismo declrmos con l myor de ls firmezs que ningún de nosotrs cutro se encuentr enferm ni en peligro. Eso es totalmente flso.

        Y hor disculpen, pero hoy no vmos poder dr lugr sus pregunts, les rogmos que conprendn l seriedd de este momento y ls dejen pr otr oportunidad. Debemos  convocr los poets, los utores, los cntntes, cuentcuentos, conferencists pr resolver el enorme desfío de ver cómo hremos nosotrs cutro pr que ustedes puedn seguir expresndose con l plenitud de siempre. Grcis y buens trdes.


Nadie te creería

        Voy a contar un secreto. Cuando yo era chico a mi mamá se le salía la cabeza. Era insoportable verla así. Temía que nunca volviera a colocársela, entonces yo debía hacerlo. También pasaba que mi padre regresaba del trabajo sin sus brazos y yo debía señalarle que se los había olvidado o se los había dejado quitar. A veces volvía tan cansado que no quería regresar y decía que al otro día iría por ellos. Pero yo no aguantaba la idea de que alguien los tomara y no volvieran a aparecer. Los buscaba. El caso de mi padre era complejo pues cuando discutía con mamá se quedaba sin rostro. Y debía ser yo quien con mucha paciencia y sin asustarme, le colocara primero la nariz, para que pudiera respirar, luego la boca. Los ojos siempre últimos, para que no se asustara. Ella también quedaba mal, se le desarmaban las piernas y era incapaz de ir a ninguna parte. Aprendí a colocarle las rodillas, los pies, y al rato caminaba, aunque sus primeros pasos eran muy pesados. A mi papá lo echaron de los trabajos varias veces, y en cada ocasión tardó días en regresar a casa. Mi madre pasaba del susto al enojo, pero no salía a buscarlo; entonces iba yo. Una vez no me reconoció y no quería volver conmigo pues no sabía quién era ni a dónde lo llevaría, se quejaba. Tuve que mentirle para que me siguiera.

        Trabajé tanto que, durante esos años, me dormía en el pupitre. Sin embargo, nadie se burlaba ni los maestros me retaban, porque sabían qué ocurría en casa. Vivíamos en una ciudad pequeña, de ésas en las que todos se conocen. Lo cierto es que no me dormía porque tuviera sueño, era algo más bien raro. El maestro empezaba a hablar y yo sentía una plácida somnolencia que me invadía. Tuve tres maestras y dos maestros, de distintas edades, pero todos tenían algo suave en la voz, como un ronroneo, un sonido aterciopelado en la garganta. Era tan extraño que no podía prestar atención a lo que decían sino a ese sonido. Me concentraba en él, como cuando uno lee un libro que lo atrapa, y según yo eso hacía; pero según los demás me había dormido.

        Luego regresaba a casa y tal vez debía calentarme algo para comer, o quizás mamá había cocinado algo delicioso y papá había comprado un vino caro y eran muy felices. Entonces yo también, y éramos muy felices. Su felicidad no se podía comparar con nada en el mundo. Era la única cosa capaz de hacerme olvidar el sonido de las voces de mis maestros, porque ella sola, esa felicidad, era suficiente. Una de esas ocasiones mi padre dijo una frase que me quedó para siempre: “La vida es una gran fuente, y si uno tiene un recipiente sano, hasta la más pequeña taza sirve para calmar la sed”. Y me despeinó con su mano. Entonces no entendí qué había querido decir, hoy sí. Pero esos momentos tan radiantes eran muy frágiles, no duraban, porque ellos eran como un recipiente roto, por usar sus palabras, y se ve que nada de esa fuente les era suficiente, quiero decir, todo se les volcaba. Y era tan poca agua la que llevaban a la boca. Y eran muy infelices y tristes, y se les caía el rostro, los brazos, o perdían la cabeza, que es lo que conté antes. Hasta que llegaban otra vez esos momentos de felicidad incomparable.

        Una noche una mujer me sacó volando de la casa. Me sentó frente a una mesa llena de manjares. Sándwiches de tres o cuatro capas, refrescos de todos los gustos, dulces y quién sabe cuántas cosas más. Llenó mis bolsillos de dinero, se agachó para estar a mi altura y dijo, amablemente: “No es tarea de un niño hacer esos trabajos por sus padres”. Pero si no los hago yo, ¿quién los hará?, le repliqué. “Quizás nadie, pero no debe hacerlos un niño”, insistió. Pero si no lo hago nadie lo hará. Y entonces esto fue lo que me respondió: “Hay que dejar nadie los haga”. Y me volvió a mi cama. Y ese es mi secreto.


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